Unitarios y federales, civilización y barbarie, signos y sentimientos del siglo XIX. Peronistas y antiperonistas; el quiebre político y social que germinó el siglo pasado y que persiste dividiendo a los argentinos. Grieta política que se ramifica similarmente en áreas de la sociedad y que se extiende a muchos órdenes de la vida nacional, incluso más allá de los fanatismos deportivos. Cualquier antagonismo se exacerba. Si no existe, se inventa. Es la gran pasión argentina. Denostar al otro es lo normal, entenderlo jamás. Perdonarlo, menos. Hay que minimizarlo, degradarlo, denefestrarlo. La compresión no está en el gen de los agrietados, porque para ellos es una forma de sentir y sufrir la vida: desde el resentimiento dañino. Se expresa escondido en las plazas de las multitudes y en los anonimatos de los foros de las redes sociales. Allí el sesgo, lamentablemente, es el odio. El otro no sirve, no vale, no debería estar. ¡Cómo les viene a complicar la existencia y a darles una razón para vivir! Son los subterráneos que afloran con sus insultos a la dignidad del otro, que subsisten en los márgenes de la realidad, escondiendo la mano. Si fueran mayoría, el país está condenado a vivir en contante tensión y conflictos internos. Los agrietados permanentes no pueden abandonar su alma sectaria.
Están, y estarán, convencidos de sus propias verdades, los fulanos y menganos que no pueden ser reencauzados ni rehabilitados, los perdidos, los que no sólo arrojan piedras e injurias a sus elegidos enemigos de ocasión, sino que cargan sus propias palas para profundizar la grieta. Obreros de los agravios. Contra ellos son inútiles los llamados a la pacificación de los espíritus, las demandas a la concordia que puedan realizar los que conducen espacios políticos. La dirigencia con responsabilidades de mando, los líderes naturales -no los autoproclamados-, tienen la misión y la obligación de contribuir desde los ejemplos -gestos y palabras-, a tranquilizar a los irascibles, a poner un poco de razonabilidad y de normalidad en la vida en comunidad. Tarea titánica si las hay. No parece que pueda ser factible de buenas a primeras frente a la historia de divisiones potentes que cruzan al país. Se hizo carne entre los argentinos, late en los ciudadanos, dice presente en cada diferencia que se puede explotar y en la que se puedan solazar los “fracturadores”. Subsisten e insisten en existir con la sola misión de la ofensa: no comprenderse, no abrazarse, ni caminar juntos, ni siquiera tolerarse. Sólo repeler, romper, repudiar, resistir, rechazar, rebatir. Con la “ere” de rencor y resentimiento.
¿Quiere descubrirlos? Ingrese a cualquier foro en las redes sociales, los hallará fácilmente, en cada opinión cargada de fanatismo y de odio contra el que no piensa igual. El otro no es un adversario de pensamiento, es un enemigo de fe al que se debe injuriar gratuitamente con la intención de destruirlo. El debate de ideas no es su camino.
Ayer, en su asunción, Alberto Fernández fue presentado por la locutora de la cadena oficial como “el presidente de la unidad de los argentinos”. Pretensión ambiciosa, ciclópea, un tremendo desafío frente a los agrietados naturales, los que no soportan a los peronistas y los que no aguantan a los antiperonistas. Como jefe de Estado se propuso -incluso en tiempos de la campaña electoral- terminar con la grieta. Loable y ponderable meta, y a la vez de improbable concreción en su mandato de cuatro años.
La clase dirigente tal vez entienda el mensaje y obre en consecuencia, tal vez pueda bajar instrucciones para que sus respectivos militantes se pongan en esa sintonía; pueden contribuir a cubrir la grieta. Sin embargo, poco y nada podrán hacer con los esos “rebeldes”, profesionales de la división, que quieren mantenerse en la comodidad de sus odios permanentes. Son los que permanecen subterráneos, ocultando por la vergüenza sus defectos. Son básicos, pero eternos, vienen desde atrás de los tiempos. No se extinguen y no cesan en su tarea. No hay muro que los frene. Se les quita el sentido que le dan a sus vidas y sucumben. Es su alimento.
Fernández se obliga a cerrar esa grieta. Sostuvo en su discurso que hay que superar el muro del rencor y del odio para poder reconstruir el país. Se fijó una meta: ser recordado por haber vuelto a unir la mesa familiar, sin peleas. Frente a los agrietados constituye un desafío gigantesco, tan grande como tratar de mantener unido al peronismo en el poder.